Entrelazamiento cuántico con mi purrete
Muchas veces uno se encuentra con el placer de esas pequeñas cosas, dijera el amigo Joan Manuel, las cuales pueden hacernos tan felices en su simpleza. Como el día que tuve la inmensa dicha de escuchar desde el escenario a mi peque gritar bravo papi entre el público, en un show al que él prefería no asistir por cuestiones escolares, pero arrepentido a último momento se hizo presente para mi sorpresa y dicha.
Ese fideo que se está volviendo un grandote decía no hace mucho que nos había elegido a nosotros como familia metiéndose en la panza de su mamá, haciendo bastante difícil la tarea de no moquear.
Decidió nacer en el 15, año angular en mi línea de tiempo en la que se materializaron la convivencia con mi compañera, la decisión de compartir una vida y un espacio juntos en nuestro primer hogar, y la obtención del cargo laboral que siempre había querido en esa fila de instrumentos.
Por esas vueltas de la vida decidió materializarse en un ser besuqueable 2 días después de la fecha probable de parto, que coincidía con la fecha de un importante concierto compartido por primera vez junto a mi admirado León Gieco en el Centro Cultural Kirchner, también por primera vez.
Fue la única vez que tuve el teléfono activado a consciencia durante un concierto, mientras mamá y el lo escuchaban por la retransmisión desde casa.
Nació en lo que supongo fue algo similar a un parto ideal. Rápido y sin complicaciones. Todavía se ríe un poco mi compañera al rememorar la ansiedad que me agarró al escuchar la rotura de la bolsa y el líquido que salió disparado. Me erguí cual resorte y comencé a llamar casi a los gritos a las enfermeras cual si se hubiese hecho presente un incendio repentino.
No recuerdo haber llorado nunca de la emoción tan abundante y espontáneamente como cuando escuché el llanto de ese pipiolo al salir al mundo exterior. Después el procedimiento de rigor. Pesarlo, medirlo, estudiarlo para luego envolverlo como un paquetito y entregármelo para que lo tenga un rato.
Lo anterior no le había gustado nada, gritando indignado por ese destrato al ponerlo en esa balanza fría, para luego estirarlo en la medición y mirarlo por todos los rincones. Solo se calmó al ser abrigado y depositado en brazos de alguien conocido. De esa voz que escuchó en todos esos meses a parte de la de mamá. Aún tengo entre mis gratos recuerdos esos instantes en que estuvimos a solas el y yo. Con esas sensaciones desconocidas que ya son habituales e incomparables.
No soy muy adepto al balance espiritual de la vida, pero cuando pienso en mi hijo y lo veo ser feliz, soy una persona totalmente dichosa. Alguien que podría partir hoy mismo y dejar sin remordimientos todo lo mal gestionado y sentirse pleno en haberle aportado algo de su felicidad a su temprana vida.
No me quiero ir aún, porque lo quiero seguir disfrutando mucho tiempo más. Seguir acompañando ese crecimiento y aprendiendo lo que se desprende de su aura. Es una persona inteligente, cariñosa y alegre, tanto que escribiendo esto no puedo evitar las ganas de apretujarlo ahora mismo en un abrazo de esos que nos solemos dar, y que tanto bien hacen.
Si existiese algún genio cumple deseos sin duda le pediría una vida sin frustraciones ni tristezas para este gurí. Pero como los genios de ese tipo no abundan por este universo, y a sabiendas que esas cosas son inevitables caminos a transitar, parte esencial de las experiencias de vida, solo puedo desear con todas mis fuerzas que nadie lo lastime irreversiblemente.
Que aprenda a gestionar sus frustraciones. A transformar la tristeza en oportunidad. A ser una persona íntegra y honesta. A que pueda amar sin reparos. Que respete la vida y lo que es importante mas allá de lo superficial.
Soy un padre orgulloso de lo que él representa como persona, y tengo el convencimiento de que no va a dejar de aprender, de soñar, de empujar para adelante y conseguir una vida plena. Hay diferentes formas de amar, pero no creo que exista en este universo un vínculo tan fuerte como el de padres y madres que aman a sus hijos.
No existe un tutorial auténtico que brinde la receta mágica para ser un buen padre, o mejor dicho, para ser el padre que un hijo necesita. Uno va haciendo equilibrios inestables entre cuidarlo sin asfixiarlo, educarlo sin adoctrinarlo, ser comprensivo sin volverse permisivo, conocerlo sin invadirlo, estar, siempre estar mientras se transitan las propias derrotas y victorias.
Pero uno no nace siendo padre, es un oficio que va surgiendo en la convivencia y en los aprendizajes mutuos. Y muchas veces uno logra estar conforme, y otras sentirse una porquería.
Quizá a lo máximo que uno puede apuntar es a no cerrarse en banda, no volverse un cabeza de termo, un chaleco al que no le entran las balas. Hay que escuchar, y muchas veces pelear con el propio bagaje social, cultural para adaptarse a las mutaciones y reconstrucciones de lo que nos rodea para conectar con la perspectiva de su visión del mundo.
Pero mas allá de esos pensamientos, a la hora de la verdad, nada de eso importa cuando uno se permite perderse en esos abrazos que este enano regala y que generan un calor que abriga el espíritu como no lo hace otra cosa. Uno quisiera perderse eternamente entre esos bracitos sanadores que desintegran cualquier mal. Es importante reflexionar, analizar, replantearse, pero aún más lo es el hacerlo mientras no se pierde la perspectiva general. Que esa responsabilidad tan grande de ser padre no nos censure el poner en práctica el afecto, la demostración de nuestra humanidad, de seres que también se equivocan y saben pedir perdón.
No creo que exista en la vida algo mas importante que ese entrelazamiento espiritual con un hijo. Sin embargo es algo que se construye, y que inevitablemente necesita que se lo alimente. Difícil tarea en sociedades donde se potencia el individualismo. Pero como todo en la vida, está en nuestras decisiones.